31 mayo 2006

Bicentenario del Barrio de Flores

EXVOTO

A las chicas de Flores

Las chicas de Flores, tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería del Molino, y usan moños de seda que les liban las nalgas en un aleteo de mariposa.

Las chicas de Flores, se pasean tomadas de los brazos, para transmitirse sus estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas, de miedo de que el sexo se les caiga en la vereda.

Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin madurar del ramaje de hierro de los balcones, para que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas, y de noche, a remolque de sus mamas —empavesadas como fragatas— van a pasearse por la plaza, para que los hombres les eyaculen palabras al oído, y sus pezones fosforescentes se enciendan y se apaguen como luciérnagas.

Las chicas de Flores, viven en la angustia de que las nalgas se les pudran, como manzanas que se han dejado pasar, y el deseo de los hombres las sofoca tanto, que a veces quisieran desembarazarse de él como de un corsé, ya que no tienen el coraje de cortarse el cuerpo a pedacitos y arrojárselo, a todos los que les pasan la vereda.

Oliverio Girondo Veinte poemas para ser leídos en el tranvía


MOLINO DE VIENTO EN FLORES

Hoy, callejeando por Flores, entre dos chalets de estilo colonial, tras de una tapia, en un terreno profundo, erizado de cinacinas, he visto un molino de viento desmochado. Uno de esos molinos de viento antiguos, de recia armazón de hierro oxidada profundamente. Algunas paletas torcidas colgaban del engranaje negro, allá arriba, como la cabeza de un decapitado; y me quede pensando tristemente en que bonito debía de haber sido todo eso hace algunos años cuando el agua de uso se recogía del pozo.

¡Cuantos han pasado desde entonces! Flores, el Flores de las esquinas, de las enormes quintas solariegas va desapareciendo día tras día. Los únicos aljibes que se ven son de "camuflage", y se les advierte en el patio de chalecitos que ocupan el espacio de un pañuelo. Así vive la gente hoy día.

¡Que lindo, que espacioso que era Flores antes! Por todas partes se erguían los molinos de viento. Las casas no eran casas, sino casonas. Aún quedan algunas por la calle Beltrán o por Bacacay o por Ramón Falcón. Pocas, muy pocas, pero todavía quedan.

En las fincas había cocheras y en los patios, enormes patios cubiertos de glicina, chirriaba la cadena del balde al bajar al pozo. Las rejas eran de hierro macizo, los postes de quebracho. Me acuerdo de la quinta de los Naón. Me acuerdo del ultimo Naón, un mocito compadre y muy bueno, que siempre iba a caballo. ¿Que se ha hecho del hombre y del caballo? ¿Y de la quinta? Sí; de la quinta me acuerdo perfectamente. Era enorme, llena de paraisos, y por un costado tocaba a la calle Avellaneda y por el otro a Méndez de Andes. Actualmente allí son todas casas de departamento, o "casitas ideales para novios".

¿Y la manzana situada entre Yerbal, Bacacay, Bogotá y Beltrán? Aquello era un bosque de eucaliptos. Como ciertos parajes de Ramos Mejía; aunque también Ramos Mejía se está infectando de modernismo.

La tierra entonces no valía nada. Y si valía, el dinero carecía de importancia. La gente disponía para sus caballos del espacio que hoy compra una compañía para fabricar un barrio de casas baratas. La prueba esta en Rivadavia entre Caballito y Donato Álvarez. Aún se ven enormes restos de quintas. Casas que están como implorando en su bella vejez que no las tiren abajo.
En Rivadavia y Donato Álvarez, a unos veinte metros antes de llegar a esta última, existe aún un ceibo gigantesco. Contra su tronco se apoyan las puertas y contra marcos de un corralón de materiales usados. En la misma esquina, y enfrente, puede verse un grupo de casas antiquísimas en adobe, que cortan irregularmente la vereda. Frente a estas hay edificio de tres pisos, y desde uno de esos caserones salen los gritos joviales de varios vascos lecheros que juegan a la pelota en una cancha.

En aquellos tiempos todo el mundo se conocía. Las librerías. ¡Es de reírse! En todas las vidrieras se veían los cuadernillos de versos del gaucho Hormiga Negra y de los hermanos Barrientos. Las tres librerías importantes de esa época eran la de los hermanos Pellerano, "La Linterna", y la de don Ángel Pariente.

El resto eran boliches ignominiosos, mezcla de juguetería, salón de lustrado, zapatería, tienda y que sé yo cuantas cosas más. El primer cinematógrafo se llamaba "El Palacio de la Alegría". Allí me enamore por vez primera, a los nueve años de edad, y como un loco, de Lidia Borelli.

En el terreno de las caballerizas de Basualdo, se instaló entonces el primer circo que fue a Flores. El único cafe concurrido era "Las Violetas", de don Jorge Dufau. Felix Visillac y Julio Díaz Usandivaras eran los genios de la parroquia, para entonces.

La gente era tan sencilla que se creía que los socialistas se comían crudos a los niños, y ser poeta -"puerta" se decía- era como ser hoy gran chambelan de Alfonso XIII o algo por el estilo.

Las calles tenían otros nombres. Ramón Falcón se llamaba entonces Unión. Donato Álvarez, Bella Vista. A diez cuadras de Rivadavia comenzaba la pampa. La gente vivía otra vida más interesante que la actual. Quiero decir con ello que eran menos egoístas, menos cínicos, menos implacables.

Justo o equivocado, se tenía de la vida y de sus desdoblamientos un criterio más ilusorio, más romántico. Se creía en el amor. Las muchachas lloraban cantando "La loca del Boqueló". La tuberculosis era una enfermedad espantosa y casi desconocida. Recuerdo que cuando yo tenía siete años, en mi casa solía hablarse de una tuberculosa que vivía a siete cuadras de allí, con el mismo misterio y la misma compasión con que hoy se comentaría un extraordinario caso de enfermedad interplanetaria.

Se creía en la existencia del amor. Las muchachas usaban magnificas trenzas, y ni por sueño se hubieran pintado los labios. Y todo tenía entonces un sabor más agreste, y más noble, más inocente. Se creía que los suicidas iban al infierno.

Quedan pocas casas antiguas por Rivadavia, en Flores. Entre Lautaro y Membrillar se pueden contar cinco edificios. Pintados de rojo, de celeste o amarillo. En Lautaro se distinguía, hasta hace un año, un mirador de vidrios multicolores completamente rotos. Al lado estaba un molino rojo, un sentimental molino rojo tapizado de hiedra. Un pino dejaba mecer su cúpula en los aires los días de viento. Ya no están más ni el molino ni el mirador ni el pino. Todo se lo llevó el tiempo.

En el lugar de la altura esa, se distingue la puerta del cuchitril de una sirvienta. El edificio tiene tres pisos de altura. ¡También la gente está como para romanticismo! Allí, la vara de tierra cuesta cien pesos. Antes costaba cinco y se vivía más feliz.

Pero nos queda el orgullo de haber progresado, eso sí, pero la felicidad no existe. Se la llevó el diablo.

Roberto Arlt Aguafuertes porteñas


LA GUERRA DE LOS GIMNASIOS
Flores estaba cada vez más oscuro por la noche. En parte porque los plátanos se hacían más frondosos cada primavera, en parte porque no reponían las luces rotas. Algunos sectores quedaban en la más negra tiniebla al ponerse el sol. Eso le daba más peso al crepúsculo, lo hacía más definitivo, sus colores valían el doble o valían todo. Tenían un valor absoluto, los rosas, violetas, anaranjados que se posaban en el fondo de las calles del lado de Liniers, o de la pampa infinita, el desierto.

Y con el crepúsculo salía una población extraña, provista de sus propias leyes. Venían de suburbios lejanos, de las villas, de lugares que Fredie no terminaba de imaginarse del todo y que quizás eran el desierto inimaginable. Eran los cirujas, los cartoneros, que se movilizaban con carritos de madera que arrastraban ellos mismos, siempre con mujeres y niños. Su momento era la caída de la noche, entre la hora en que la gente sacaba la basura y el paso de los camiones que se la llevaban. [...] Aunque pacífica, la invasión tenía un regusto amenazante porque esos seres traían consigo una clase de necesidad que estaba ausente en las idas y venidas de la gente de Flores. Era como si vinieran a plantear una cuestión de vida o muerte: si no hacemos esto, perecemos. Era lo definitivo; bastaba verlo en sus figuras recortándose en la media luz. Mientras que la necesidad de la gente corriente que llena las calles todo el día era de otra especie, más bien combinatoria: si no hacemos esto, hacemos otra cosa, y nadie sabía nunca en definitiva, a qué obedecían sus traslados, que quedaban flotando en la historia del barrio, como un espectáculo interminable.
César Aira La guerra de los gimnasios

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