30 agosto 2007

Una carta de amor VI

Amor choque, amor locura, amor inconmensurable, amor abrasamiento...

Vértigo de identidad, vértigo de palabras: el amor es, a escala individual, esa súbita revolución, ese cataclismo irremediable del que no se habla más que después [...] Hasta la carta de amor, esa tentativa inocentemente perversa de calmar o relanzar el juego, está demasiado inmersa en el fuego inmediato como para no hablar más que de "mí" o de "ti", o incluso, de un "nosotros" salido de la alquimia de las identificaciones, pero no de lo que sucede realmente entre el uno y el otro. No de ese estado de crisis, de abatimiento, de locura que puede romper todas las barreras de la razón, como puede, semejante a la dinámica del organizamo vivo en pleno crecimiento, transformar un error en renovación, remodelar, rehacer, resucitar un cuerpo, una mentalidad, una vida. O incluso dos. [...]

El amor es el tiempo y el espacio en el que el "yo" se concede el derecho a ser extraordinario. Soberano sin ser ni siquiera individuo. Divisible, perdido, aniquilado; pero también, por la fusión imaginaria con el amado, igual a los espacios infinitos de un psiquismo sobrehumano. [...] Espacio dilatado, infinito, donde desde mis desfallecimientos evoco, por intermedio del amado, una visión ideal. ¿La mía? ¿La suya? ¿La nuestra? Imposible, y sin embargo, mantenida. [...]

El amor es, en suma, una mal a la vez que una palabra o una carta. Lo inventamos cada vez, con cada amado forzosamente único, en cada momento, lugar, edad... O de una vez por todas. Las delicias y las angustias de esta libertad se agravan hoy por el hecho de no tener códigos amorosos: no hay espejos estables para los amores de una época, de un grupo, de una clase. El divan del psicoanalista es el único lugar donde el contrato social autoriza explícitamente una búsqueda -aunque privada- del amor.


Julia Kristeva "Un mal, una palabra, una carta" en Historias de amor

20 agosto 2007

Come vedere nello specchio riemergere un viso morto...

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos 
esta muerte que nos acompaña
desde el alba a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un absurdo defecto. Tus ojos
serán una palabra inútil,
un grito callado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola te inclinas
ante el espejo. Oh, amada esperanza,
aquel día sabremos, también,
que eres la vida y eres la nada.

Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como dejar un vicio,
como ver en el espejo
asomar un rostro muerto,
como escuchar un labio ya cerrado.
Mudos, descenderemos al abismo.
Cesare Pavese "Vendrá la muerte y tendrá tus ojos"

13 agosto 2007

Versiones de Asterión III

Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.
Apolodoro, Biblioteca, III, I

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito *) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya veras cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto.

¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?


El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.


* El original dice catorce, pero sobran motives para inferir que en boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale por infinitos.

Jorge Luis Borges "La casa de Asterión"

06 agosto 2007

Lastima bandoneón...

"La última curda"

Lastima, bandoneón,
mi corazón,
tu ronca maldición maleva...
Tu lágrima de ron me lleva
hasta el hondo bajo fondo
donde el barro se subleva.
Ya sé, no me digás. ¡Tenés razón!
La vida es una herida absurda,
y es todo, todo, tan fugaz,
que es una curda, ¡nada más!
mi confesión...

Contáme tu condena,
decíme tu fracaso.
¿No ves la pena
que me ha herido?
O habláme simplemente
de aquel amor ausente
tras un retazo del olvido.
¡Yo sé que me hace daño!
¡Yo sé que te lastimo
llorando mi sermón de vino!
Pero, es el viejo amor
que tiembla, bandoneón,
y busca en un licor que aturda
la curda que al final termine la función
corriéndole un telón al corazón.

Un poco de recuerdo y sinsabor
gotea tu rezongo lerdo.
Marea tu licor y arrea
la tropilla de la zurda
al volcar la última curda.
Cerráme el ventanal
que arrastra el sol
su lento caracol de sueño.
¿No ves que vengo de un país
que está de olvido, siempre gris,
tras el alcohol?

Cátulo Castillo y Aníbal Troilo (1956)

{Si pueden, escuchen la versión del Polaco Goyeneche}